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Beber de lo prohibido

Beber de lo prohibido

Estoy aturdido, el brillo del celular me obliga a entrecerrar los ojos. Tengo doce mensajes de Catalina, pero se desenfocan cuando me percato de la hora. De nuevo voy tarde a la universidad. Es un crimen tener que levantarse cuando el sol aún no ha salido, pero Catalina lo disfruta como si fuera un orgasmo en la cara de la mismísima Selena Gómez.


No sé por qué la imagino a ella, debe ser la intrépida y sugestiva canción de The Weeknd que suena mientras tomo un baño en el que el contraste del frío del agua y el calor de mi cuerpo, generan un vapor que me lleva en un hilo obsceno de pensamientos con la cantante. Mis fantasías se ven interrumpidas por la llamada de Catalina, mi mejor amiga, que marca su teléfono para recordarme lo puntual que es ella y lo impuntual que soy yo. Las gotas en el móvil trazan un camino a la bocina en mi desesperado intento por contestar y dejarla en altavoz. Catalina me obliga a salir de mi vapor caníbal malhumorado, pero finalmente despierto. Lanzo el aparato a la cama y la dejo seguir con su discurso, pero el clima del afán ya no me permite sumergirme en el placer de una aventura con Selena, mientras su amante gime sus canciones atrapado en los celos y placer.


De camino a clases, ahogado por la mascarilla, me encuentro a Martina. Martina la pelinegra, la flaca que me clava los puñales, ¡Cuánta razón viejo Calamaro! Martina Arroyo, con su siseado caribeño, con su piel tostada, de labios exageradamente carnosos y con su resplandor natural. Mi respiración empieza a agitarse y percibo las gotas de sudor en mi espalda. La saludo. Me embriago de su perfume, a nadie le sienta tan bien; huele fresca, a brisa de mar. El sonido interdental de mi nombre, no suena tan bien en ninguna otra boca, quiero lanzarme y apoderarme de su ser. Quiero arrebatarle su alma a través de sus labios y hacerla mía; quiero percibir su aroma de playa mezclado con mi vapor. Deseo beber de sus labios y encarnarme en su cuerpo. ¡Dios! Tuve que detener mis pensamientos, mi pantalón comenzaba a abultarse y la cremallera comenzaba a incomodar.


Mientras compartía el café con Martina y me derretía como los cubos del azúcar en sus palabras, apareció Sergio. Amado amigo y detestable rival. Me sacudió por la espalda y me abrazó, lo amaba en ese momento. Luego, besó a Martina y lo odié como nunca había odiado, era un odio gutural. Checho era deseado por todas, pero amaba a Martina casi como yo. Decidí despedirme, no soportaba la idea de verlo beber de ella, mientras yo moría de sed. Se escuchó el junte de nuestras palmas y lo abracé en señal de despedida, sentí el calor de su cuerpo. Besé a Martina, en la mejilla por supuesto, llevándome conmigo el recuerdo de su perfume; el recuerdo que de seguro me haría explotar en sudor y gotas blancas en la noche.


Había pasado una semana desde mi último encuentro con Martina, adorada Martina. Era viernes y la noche estaba llegando. Las acuarelas en el cielo, las nubes de colores difuminados y la brisa helada bogotana, la que va de seis a ocho, jugaban con mi corazón y mi cabeza. Estaba catatónico percibiendo el ocaso, admiraba la manera en que la oscuridad y los últimos vestigios de luz se entremezclaban en una armonía perfecta. Estaba solo, con los audífonos silenciando el mundo a mi alrededor mientras bebía café. Derramé el hijo de puta café, en mi camisa blanca. Intenté limpiarlo, fracasé. El vibrador de mi teléfono me hizo tragar de afán el sorbo de café que me había llevado a la boca, era Sergio. ¿Qué mierda podía querer?


- ¿Ocupado? – Interrogó Sergio

- Depende de qué me ofrezca. Sugerí.

- No sea marica. Hizo una pausa y siguió. Estoy mamado de todo ¿Vamos a tomar algo?


Era viernes, estaba hablando con mi verdugo y quería embriagarme un poco. Por supuesto quería ir. – ¿A dónde llego? – le dije.


Cuando llegué, Sergio ya estaba sentado. Estábamos en la cervecería irlandesa de la zona norte de la ciudad. Saludé, con cariño debo admitir, al amante de mi querida.

- Discúlpeme la tardanza - Dije mientras golpeaba la espalda de Sergio. Él sonrió.

- Extraño hubiese sido que hubiera llegado a tiempo - soltó entre risas – Ya pedí la primera ronda.

- ¿Y Martina? – pregunté con un deje de desespero en la voz, estirando mi cuello y buscando entre las sillas.

- No viene. Está ocupada – aclaró sin mayor detalle – Esta noche beberemos solos. Usted y yo.


Mi mundo se vino abajo cuando supe que no vería a Martina. Pasé todo el camino dibujando su silueta en mi cabeza. Casi que la percibí suave en su vestido corto de noche. Casi que sentí su perfume empujándome a desearla más. Deseaba verla a ella y grabar mi nombre en sus labios, compartir en un intercambio de respiraciones cortadas, el trago amargo de no ser yo quien gozara de su vid.


Llegábamos a la cuarta ronda y Sergio ya estaba ebrio. Lo sabía porque sonreía de una manera peculiar. En ese momento, bajo la tenue luz de la barra, comprendí por qué Martina lo prefería. El tipo era un cliché de película, su genética era envidiable. ¿Cómo no detestarlo? Su padre era italiano y su madre, caribeña. Jamás había percibido que éramos considerablemente distintos. Jamás había sentido lo minúsculo que era a su lado, no solo por su estatura, sino por su existencia en general. Me rompí. Me sentí miserable y asqueado de mí mismo. Lo odié. Lo odié desde mis entrañas, desde adentro, pero lloró, desconsolado.

- No entiendo qué es lo que Martina ve en usted, cabrón – decía esforzándose por articular las palabras.

- ¿De qué está hablando Checho? Vámonos que usted …

- Shh – Me interrumpió – Yo le doy todo lo que ella pide, me rompo los cojones para ser lo que ella quiere y usted, usted Felipe Burgos, es lo que ella desea – dijo mientras secaba sus lágrimas y se recomponía en el asiento.

- Martina no me ve más que como un amigo – me apresuré a decir para evitar la escena – vámonos ya.

Pedí la cuenta y salimos del lugar. Sergio pesaba más que yo, pero en ese momento mis pensamientos eran más pesados que cualquier cosa. ¿Martina Arroyo deseándome? ¡Un puto chiste, histérico! Llegamos al apartamento de Sergio, no podía dejarlo solo estando tan ebrio, se durmió de inmediato. Yo estaba roto, dubitativo. ¿Qué era el deseo realmente? Celoso, tenso. Estaba dañado, agotado. Me debatía entre la fidelidad y el deseo, la lealtad y el placer. ¿Qué mierda hiciste, amigo? Quería traicionarlo, para satisfacerme. Quería tenerla a ella, sin romperlo a él. Estaba tan confundido que mi alma se desgarraba, no sabía qué hacer. Y Sergio, el ebrio Sergio, me empujaba a preferirla a ella. Es tu culpa amigo, es tu asquerosa y blasfema culpa.


Había amanecido. Después de dormir un par de horas me levanté con sigilo y en silencio, abandoné a Sergio en su miseria. No tenía ropa, la de él me quedaba grande y me vi obligado a usar la camisa manchada. Amargamente tragué saliva, amargamente recordé el asco que sentía por mí. Llegué a casa, tomé un baño y me vestí de afán, iba a encontrarme con Cata. Necesitaba a Cata. Mi alma necesitaba consuelo; lo quería en Martina, pero tenía a Cata. No quiero sonar pretencioso, eso jamás. Pero quería el consuelo de mi Dulcinea, no lo tenía.


El día era caluroso, agobiante. Llegué al lugar acordado y Cata me envolvió en sus brazos. - ¿Qué carajo pasó, Felipe? – espetó sin siquiera saludar antes, sabía que estaba hecho polvo. – Martina, Catalina; Martina Arroyo pasó – respondí con lágrimas en los ojos, con la fragilidad de un niño, con la delicadeza de un cristal. Le conté la patética conversación que había tenido con Sergio la noche anterior. Catalina miraba atónita y en un momento me interrumpió.

- Deje de creer todo lo que dice Sergio, Pipe. – dijo con un tono irónico – Martina no tiene ojos para nadie más que para él, además, sería incapaz de ser infiel.

- Pero … - Interrumpí de inmediato

- Pero nada – siguió ella – Martina es mujer de un solo hombre. Esa mujer es un cristal, hasta insípida debe ser – espetó apoderada de la ira – ¡Ya supérela Felipe! Si esa vieja hubiera querido, hace rato se hubiesen acostado.

- Está bien – Acepté a regañadientes, pero mi cabeza escupía a Catalina por referirse de tan grotesca manera a tan maravilloso ser.


Terminé mi tránsito por el inframundo con Catalina. Me recompuse. Mi corazón se disparó, mi respiración se tornó pesada y mi cuerpo perdió su compostura. No estaba enfermo, era el efecto Martina. Había recibido un par de mensajes de mi Venus, uno de ellos, de voz. De su dulce voz, de la sinfónica del Olimpo. Una invitación. Martina necesitaba un par de favores, a los que accedí sin duda alguna. Caminé hasta su casa, bajo el inclemente sol. Imaginaba su ternura, su necesidad. Me había escogido. Martina escogió a este miserable. Martina, dulce Martina; dueña de mis ilusiones, de mis letras; de la poesía de mi corazón. Dulce y tierna Martina, haragana de mi alma, pagana del deseo. No saco tu recuerdo de mi ser, no olvido como removías el vapor de tu bebida; como cerrabas tus labios y soltabas el cálido aire de tu alma. Como ponías tu cabello detrás de tu oreja, de una manera infantil. No olvido como mordías y descubrías el mundo a cada bocado. ¡Cínica Martina! No he podido borrar de mi la frágil imagen de tu ser, la penosa necesidad de protegerte. De cuidar cada poro de tu piel, cada hebra de tu cabello. No he podido ceder ante la fuerza de tu alma.

Regresé al mundo real, en la reja de la casa de Martina. Amada mía estoy en tu puerta, sé mía y burlémonos de Romeo y Julieta; seamos más inteligentes. No caigamos en la miseria de la muerte. Prostituyámonos juntos al deseo, a la carne. Timbré y ella abrió la puerta.

- ¡Pipe! – gritó emocionada mientras ponía sus brazos alrededor de mi cuello – Gracias por venir – cerró. Besó mi mejilla.

- No me des las gracias – dije devolviéndole el beso y percibiendo el aroma de su cuello.

- Pasa – invitó – el sol está picante. ¿Tomas algo? – dijo mientras caminábamos por el pasillo y yo me acomodaba en su sofá.

Tus labios, tu presencia. Te bebo a ti. – Agua Marti – le dije. Percibí la rigidez del recinto. Todo tenía patrones, de color, de tamaño. Martina era toda una complejidad. Los colores de aquel lugar no podían ser más acordes a su ser; pasteles, texturizados, suaves. Yo desentonaba, era un desastre. Mis sienes eran una fuente. La hidrografía de mi cuerpo palpitaba agitada, mi espalda era una laguna y mi cuerpo desprendía un calor exagerado. -Tomaré una ducha – dijo Martina – siéntete como en casa – Asentí mientras bebía.

Escuché la regadera, la caída del agua. Imaginé a Martina, desnuda. Otra vez estaba tembloroso, una simple puerta nos separaba. Mi alma era un tribunal en aquel momento. Sergio o Martina. Martina y yo. Mi lealtad y yo. Difuminé aquellos pensamientos. No podía traicionarlo, aun cuando estaba desesperado por hacerlo. Sergio era un amigo, pero también un rival (insistía mi consciencia). Decidí entrar a la intimidad de Martina, a husmear. Me volví un intruso, pero ella me invitó a sentirme en casa. Es su culpa.


Mi curiosidad me impulsó a levantarme del sofá. Jugueteaba con el vaso de vidrio mientras lo llevaba a la cocina. Martina tenía repisas con fotografías de ella y de su madre, no le gustaba hablar de su pérdida. Tenía también pequeñas plantas, un escritorio con acuarelas y una lamparilla que desprendía una débil luz. Su cocina no era diferente, tenía la calidez de su alma y la ternura de su ser. Las paredes del pasillo eran blancas y lo único que rompía el monocromático color, era el muro de su sala de estar, que evocaba un cielo de película. Tenía libros regados, un caballo con un lienzo reposando la pintura y pinceles goteando después de haber sido lavados. Sonreí y me enamoré aún más.

- “No te enamores de una mujer que se ríe o llora haciendo el amor, que sabe convertir en espíritu su carne; y mucho menos de una que ame la poesía (esas son las más peligrosas), o que se quede media hora contemplando una pintura y no sepa vivir sin la música.” – recité entre dientes, recordando el blog de Martha Rivera. Seguí caminando.


A cada paso, veía su burbuja, su pequeño espacio en el mundo. En el dubitativo gesto de mis pasos, una puerta cerrada llamó mi atención. Era el dormitorio de Martina. El reflejo de su alma, su verdadero ser. Sin pensarlo mis pasos se aceleraron, mi mano se posó en la cerradura y sin darme cuenta estaba dentro ¡Martina, la intimidad de Martina! ¿Qué es esto, Martina? ¿Qué escondes, Martina? Su habitación me dejó perplejo. ¡Esto no es Martina! Grité para mis adentros. Cuero negro, antifaces, mordazas, esposas. ¿A quién pertenece todo esto, mi dulce Martina? El contraste de todo el lugar con su habitación era inmensurable. No podía creerlo, estaba asombrado. Mi pulso se aceleró mientras recorría los objetos que reposaban a la espera de su uso. Me era imposible articular la imagen de mi Martina en un lugar como este. No es mi Martina, no lo es.

- ¿Qué haces aquí? – preguntó sorprendida. Húmeda de su reciente ducha. Aromática. Perfumada

- Na .. nada, disculpa – tartamudeé mientras inclinaba mi cabeza en señal de disculpa. Mi corazón estaba roto, pero mi alma estaba intrigada. Miraba al piso por la vergüenza, me sentía expuesto.

- No debiste entrar aquí Felipe – Chilló Furiosa

- Perdona … - me interrumpió la bofetada en mi mejilla.

- ¡Sal de aquí, ahora! – Gritó.

Sin pensarlo dos veces, corrí nuevamente hacía su sofá. Me sentía avergonzado. Sentí que había arruinado mis posibilidades, si alguna vez había existido alguna. Mi cabeza daba vueltas. Tenía muchas preguntas, había descubierto una máscara. ¿Quién es realmente Martina? ¿Somos lo que proyectamos o lo qué escondemos? Dejé aquello por lo que Martina me había llamado y me dispuse a ponerme en marcha. Puse mi mochila en mi espalda cuando Martina me detuvo.

- Es sorpréndete lo que elegimos mostrar al mundo ¿No? – dijo de afán, de pie en el pasillo con un short corto y una blusa de tirantes.

- No tienes que darme explicaciones – me apresuré. Humedecí mis labios, sentía las grietas asomándose

- ¿Acaso tu no escondes nada Felipe? – instó acercándose con cortos pasos.

- No lo sé – Le respondí con la voz temblorosa.

Por supuesto que lo sabía, escondía todo mi amor por ella. Escondía que era un sucio traidor, que quería poseer lo prohibido. Escondía que había jugado con fuego y estaba adorando la sensación de quemarme. Mi respiración se aceleraba porque Martina se acercaba a pasos cortos. Temblaba. Era presa del pánico, el juicio llegaba a su fin y la Venus goteante escribía mi sentencia.

- ¿Estás seguro, Felipe? – Insistió - ¿Estás seguro que no sabes lo que escondes? – susurró mientras tomaba mi mano.

- Realmente no lo sé – solté en un chillido. Mis labios estaban secos y mi sudor se tornó frío.

- Averigüémoslo – dijo sonriendo. Tomándome por el cuello y fundiendo sus labios con los míos. Humedeciendo mi boca con su lengua, la sentencia se había dictado. Traicionar a Sergio fue la decisión.


En un recorrido hacía su habitación, olvidándome de la culpa estaba acariciando la piel de Martina. En el proceso, sin siquiera decirlo sucedió. Mis pulmones ya no captaban aire. Mi oxigenación era nula. Martina no era Martina, no la que aparentaba ser. Me amordazó, me vendó los ojos. Yo era presa del éxtasis, del deseo. Sentí una bofetada, una de Martina. Espejismo roto. La habitación se volvió un escupitajo moral. Mi dulce Martina no era mi dulce Martina; era agresiva, posesiva, dominante. Era arte, era exponencialmente mejor. Olvidé a Sergio, no me importaba. Me olvidé de poseerla a ella porque fue ella quien se apoderó de mí. Y con los ojos vendados, sintiendo el placer que va de la mano del dolor, recité el final de aquel poema. Del poema que me condenó, porque estaba enamorado de una chica que leía.

Habían pasado un par de semanas desde mi encuentro con Martina. Era cuestión de tiempo antes que Sergio lo supiera. Decidí tomar distancia, no porque no la deseara. Era la culpa, la culpa se había apoderado de mí. Catalina lo sabía. Cuando se lo conté no pudo hacer más que reprenderme. No podía imaginar el escenario de ver la cara de ambos, de ver a Martina tomada cínicamente de la mano de Sergio. No podía verla con la dulzura de antes, era simplemente una bruma, un espejo con un reflejo agrietado. Conocía a Martina y estaba desesperado por arrebatársela, pero al tiempo estaba avergonzado de ser un traidor.

El sábado de esa semana Sergio cumplía años. Sabía que no podía evitarlo más. Sabía que en algún momento me enfrentaría a la cruda verdad y en ese momento Sergio llamó.

- Pipe, el sábado vamos por unos tragos ¿Se apunta? – preguntó por cordialidad, sabía que no podía negarme.

- Claro que sí. El sábado nos vemos – dije y finalicé la llamada. Me iban a partir la cara, de eso no había duda.


Llego el día que había estado evitando por semanas. Allí estaban Cata, Martina y Sergio. Martina lucia increíble. Despampanante. Martina se veía real, sin su máscara. Tenía un vestido corto, de algo parecido al terciopelo. Tenía un escote que dejaba ver su espalda, que dejaba al descubierto unos inquietantes lunares que jamás había visto. El borde de su pecho, estaba acariciado delicadamente por un fino encaje y su cabello rizado la hacía ser el centro de atención. Saludé a todos y Martina me desnudo sin quitarme la ropa. Mis pulsaciones eran rápidas y mis palmas sudaban más que nunca.

- ¿Vodka? – Preguntó Sergio. Todos asentimos.

Acompañé a Sergio a la barra, para ordenar. El lugar estaba lleno y conseguir atención era una odisea. El camino se sintió tenso, a pesar de la multitud éramos solamente Sergio y yo. Algo en él había cambiado, su rostro ya no reflejaba la seguridad de siempre. Sus hombros estaban caídos, su semblante distraído y su mirada se clavaba en mi de una manera que jamás había percibido. Estaba siendo juzgado por el hombre al que había traicionado. Esquivaba su mirada, pero la culpa comenzaba a presionar mi pecho. Llegamos a la barra, Sergio ordenó, pagó la botella y pidió dos cervezas.

- Acompáñeme en esta Pipe – dijo con tristeza. Con los ojos cristalizados, tendiéndome una de las botellas.

- ¿Todo en orden Checho? Estamos celebrando – le dije. Oprimiendo cualquier sentimiento de culpa, enmascarando los despreciables actos. Mintiéndole de impúdica manera.

- Es el tiempo amigo mío, la fugacidad de las personas. Tengo un año más y no sé quién soy. Me siento traicionado – dijo mientras se llevaba un sorbo a la boca – me siento traicionado por el tiempo Felipe – Me miró y golpeó mi espalda.

Le lancé una débil sonrisa. Una de compadecimiento ¿A qué se refería? Sergio lo sabía. Me sentía miserable. ¿Por qué menciono la traición? Mi respiración estaba agitándose y había palidecido. Levanté la botella y la bebí sin respirar.

- Vamos a la mesa – le dije levantándome – Martina y Cata nos deben estar esperando - Evadí sus ojos, aparte mi mirada. Sergio se levantó.

- Gracias por escucharme – dijo mientras me abrazaba.

¿Cuál era su juego? ¿Por qué me hacía sentir aún peor? ¡NO ME AGRADEZCA! Deje de jugar con mi cabeza Sergio. Es su culpa, usted me entrego a Martina. ¡No! Es culpa de Martina, fue ella quien arrancó mis inhibiciones. Quería que acabara, Sergio lo sabía y estaba jugando aún peor. No sabía cuándo llegaría la furia de Sergio y la culpa me carcomía el alma. Llegamos a la mesa y nos sentamos. Allí estaban, juntos. Ambos culpables, ambos inquisidores. Martina tomo la mano de Sergio, mi sangre hirvió.

- Vamos a bailar – le dijo de manera provocativa. Ignorándome. Azotándome sin tener uno solo de sus elementos. Sergio la besó.

- ¿Me permite bella dama? – le respondió Sergio. Jugueteando con ella y tendiéndole la mano. Su mirada se posó en mí y sonrió débilmente.


Cata levantó su mirada del teléfono. Sonrió, de una manera irónica. Movió su cabeza de derecha a izquierda, desaprobando los actos y de nuevo, se sumió en su mundo digital. El camarero llegó con la botella y desesperado por la escena abrí el líquido des inhibidor. Primer shot. Me quité la chaqueta por el calor del lugar. Estaba pálido, veía a Sergio y a Martina en una danza pecaminosa. Celos. Segundo shot. Recordaba toda la escena con Martina, recordé el sabor de sus labios, de su cuello. Recordé mi descubrimiento. Tercer shot. Me sentí miserable. Embustero. Sentí lástima por Sergio y me condené por mis despreciables actos. Cuarto shot. Mi cabeza, ya estaba dando vueltas y la culpa comenzó a susurrarme al oído. Catalina me tomó por la espalda.

- Qué cinismo ¿Verdad? – dijo señalando a Sergio y a Martina mientras servía una copa. - ¿Cuándo le va a decir a Sergio?

- No necesito sermones, Cata – le reproché fastidiado.

- Usted es tan culpable como ella Felipe, pero lo dejo a su conciencia. – bebió el trago – Levántese y bailemos.

En el furor de la música me olvidé de la culpa. Habían pasado un par de canciones y sin darme cuenta Martina estaba frente a mí. Estábamos cuerpo a cuerpo, moviéndonos juntos. Nuestras caderas se movían al unísono, éramos los dos. Martina posó sus brazos en mi cuello, yo la tomé por la cintura. Martina se volvió Caribe, olió a playa, la música dominicana movía nuestra carne y hacía trascender nuestro espíritu.

- You know we’re not supposed to be doing this, right? – canté mientras sonaba la canción.

- No estamos supuesto a hacer esto. This is a sin – respondió Martina siguiendo mi juego.

- Esto es un pecado. We’re both going to hell – seguí mientras nuestras caderas se golpeaban y mis manos acariciaban su cintura y su cuello.

- Vamos pal infierno. Fuck it – Susurró ella en mi oído y bailamos. Bailamos más allá de la pista. Bailamos en dimensiones desconocidas.


Nos sentamos nuevamente en la mesa dispuesta. Sergio estaba sentado en una conversación curiosa con Cata, la interrumpió y me invitó afuera. La culpa volvió a mí. Nos excusamos. Bebí unos tragos antes de mi partida con Sergio. Cata y Martina se quedaron intercambiando cordialidades. Temía a salir, pero también temía a la sospecha. Estaba atrapado. Sonreía, pero percibía a todos señalándome. No estaba loco, escuchaba los susurros de la gente. Mi secreto se había convertido en el corazón delator de Allan Poe. Sergio se había vuelto el oficial y no sabía por cuanto más podría esconderlo. Por supuesto lo escondería, yo no soy tan tonto. Además, no había matado a nadie. No se lo confesaría, eso era solo un cuento. Salimos a la calle, que contrastaba de la multitud del recinto, en el silencio y la soledad de la ciudad. La brisa fría se agudizaba con el sudor y la humedad de mi camisa. Estaban cayendo algunas gotas y miré a Sergio. Su mirada era diferente, algo le pasaba. Él lo sabía.

- ¿Hace cuánto? – Preguntó.

- ¿Hace cuánto, qué? – Le respondí con la voz temblorosa.

- ¿En serio quiere jugar a qué no sabe? – Insistió

Estaba perdido. Sergio lo sabía todo y yo no podía inventar nada para disuadirlo. Era mi fin. Pero fue tu decisión, Felipe. Fuiste tú quien escogió el camino. ¿Por qué hablas del libre albedrío cuando tomas decisiones, pero no cuando afrontas consecuencias? Tu deberías saberlo Felipe, toda acción tiene una reacción. Tu decidiste meter las manos al fuego, incluso te mofaste de disfrutar ser quemado. Pudiste haberlo evitado, pero preferiste seguir. ¡Tú, blasfemo traidor!

- ¡RESPÓNDAME! – Gritó

- Perdón Sergio … No pensé en ese momento – dije entre dientes.

- O sea que es cierto. Maldita Martina – escupió lleno de ira. Las venas de su cuello y de su frente se marcaban de la exaltación.

- Sáquela de esto – Le respondí – es mi culpa.

- Usted no entiende Felipe – Dijo mientras se acercaba.

Estaba dispuesto a ser golpeado. Era un precio pequeño, a comparación del tesoro que era Martina. Era mi culpa. Pensé en correr, no tenía oportunidad contra Sergio. Me tomó por la camisa y me empujó contra la pared. Estaba acabado. Me apresó del cuello y en ese momento supe que mi cara se volvería el lugar de encuentro con sus nudillos. Cerré los ojos esperando no saber cuándo llegaría el golpe. Lo sentí en mi mentón, de una manera curiosa. No era un golpe, era la barba de Sergio. Su nariz respiraba frente a la mía, de manera intensa, sus labios rozaban suavemente los míos. Me soltó para tomar aire

- Usted no entiende que siento celos de Martina, no de usted – soltó en una voz baja, a una distancia exageradamente corta de mi cara. Jadeaba.

- ¡Suélteme Sergio! – le ordené

- No sea descarado, es lo mínimo que puede hacer después de traicionarme – dijo sonriendo – Además ¿Qué puede perder?

Se acercó nuevamente y me besó. Estaba desconcertado, pero curioso. Nunca había besado a otro hombre. Traicioné a Martina, pero esta vez no había sido mi decisión. Le correspondí a Sergio, Lorca estaría orgulloso. Nunca lo pensé, mientras yo estaba desesperado por beber de Martina, Sergio buscaba beber de mí. Y yo lo traicioné bebiendo de Martina y él la traicionó bebiendo de mí. En un cínico acto, nuestras bocas fueron una burla. Como Adán y como Eva (quizá Esteban como se mofan muchos) nos entregamos a lo vedado. Y nuestras bocas, sedientas de placer bebieron de lo prohibido.


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